En Soledad

 (dedicado a...)

Pasaban las horas y continuaba en aquel rincón, inmóvil, desesperado, necesitado de palabras, de caricias. Su dignidad, maltrecha pero inquebrantable, actuaba como un condensador que parecía licuar su alma en un llanto infinito aunque el exterior permanecíera impertérrito. Llorar no estaba permitido.

Se había despertado buscando su cuerpo desnudo en la cama, como tantas veces, pero hoy tan solo había vacío. Acaso estaría en la ducha, bajo el chorro de agua caliente acariciándose con sensualidad y detenimiento, como le gustaba hacerlo, mientras el espejo se llenaba de vaho y flotaba un aroma dulce a gel y amor. Pero no estaba ahí. Quizá en la cocina, preparando un buen desayuno para afrontar el día vigorosamente, canturreando mientras la cafetera llevaba a ebullición el agua liberando un aroma potente a café y amor. Pero tampoco estaba allí. Tal vez en el salón, sentado a la mesa, asomándose a las tragedias del mundo por la ventana del portátil, mientras apuraba el contenido de la taza, ya vestido y con su inequívoca fragancia que impregnaba la estancia de un aroma coqueto a colonia y amor. En la sala no había nadie. Le parecía imposible haber dormido tanto como para no escuchar su despedida, si es que la hubo. Recuerda difusamente una discusión, un mal gesto, una pequeña pero contundente explosión de violencia física que al momento se transformó en arrepentimiento. Recuerda la espera a que llegara el sueño con sensación de fractura entre ambos, con  esperanza de que a la mañana siguiente todo sería como antes. Y la mañana había llegado. Y había dormido demasiado. Y Él ya no estaba.

No podría soportar que no regresara. En su limitado entendimiento, sabía que el abandono sería insoportable y conduciría a la muerte. Cada día pensaba lo mismo. Y como cada día, mientras el deseo de tenerlo se le clavaba en el alma, mientras pensaba que si regresaba se le abalanzaría cubriéndolo de besos hasta que, entre risas y caricias, Él intentaría calmarlo (sin éxito, como cada día) temiendo que le echara a perder su elegante vestimenta con sus lametones y patas sucias, y se lo llevaría a dar su paseo por la playa, luciéndose el uno al otro con orgullo...como cada día, mientras todo esto tenía lugar en su esquemático y apasionado cerebro, al otro lado de la puerta se oyó un conocido tintineo de llaves y amor.