En Ausencia

La puerta no fue forzada. No había signos de violencia, ni  faltaba nada de valor. Tampoco se encontró el arma homicida, sin duda un objeto afilado que había atravesado la espalda en una única y certera ocasión. Podría ser uno de esos crímenes pasionales. La investigación se encargaría de esclarecer los hechos, aunque estaba claro que la expresión de felicidad del finado les traería más de un quebradero de cabeza.

Tal vez tenía razón. No, tal vez no, sin duda la tenía. Trataba de dejar la mente tan en blanco como la pared ante la que permanecía fijo, como una suerte de meditación zen que le ayudara a limpiar el recuerdo de quien se había ido para no volver. Podría no ser mala idea correr a su encuentro y sustituir el triste final en sepia por uno a todo color con abrazos de perdón y lágrimas de esperanza en plena calle, tal vez hasta se detuviera el tráfico y se organizara una chispeante coreografía con los conductores bailando encima de sus vehículos, los policías haciendo piruetas con los tenderos del mercado y la aburrida clientela cantando en perfecta armonía las excelencias del amor y las frutas de temporada. Pero no. Se había ido, y no correría a su encuentro, y los policías seguirían serios y los tenderos, hartos de sus jornadas interminables aguantando a una clientela menos interesada en la excelencia de la fruta que en el peso de sus monederos. Solo podía mirar la pared y hacer frente a la aplastante realidad. Dos palabras, dos. Dos palabras que nunca dijo y tantas veces le fueron reclamadas, y que no acierta a adivinar si fue por temor a mostrar debilidad o porque confiaba en que sus actos las reflejarían implícitamente. O quizá porque nunca las sintió de verdad. Al menos, no hasta verse solo en esa habitación tan desnuda de adornos como su afecto de demostraciones. Y quiso decir esas dos palabras, esas malditas, mágicas dos palabras, con la fuerza de todos los años que habían estado proscritas, quiso oirse decirlas antes de correr a su encuentro y fundirse en lágrimas y abrazos, no harían falta coreografías ni transeuntes cantores. Notó cómo se gestaban en su interior y viajaban por su garganta, primero dos letras, luego las otras seis, hasta expulsarlas con tanta decisión y sinceridad que no cabía ninguna duda. Se había estado engañando todo este tiempo. 

Tal vez si no se hubiera girado tan deprisa, movido por la excitación, para dirigirse hacia la puerta, habría podido esquivar el fulminante eco de aquella blanca, desnuda pared.